Recuerdo el momento exacto en que la presión se hizo insoportable. No fue un gran evento, sino una suma de pequeñas cosas: una publicación en Instagram de un amigo comprando su primera casa, la insistencia de un familiar sobre cuándo me casaría, y la abrumadora sensación de que mi reloj biológico estaba en una cuenta regresiva. A mis veintitantos, la sociedad me había inculcado una lista de verificación mental que, según el guion, debía completar antes de cumplir 30 años: un título universitario, un trabajo estable, una pareja, hijos y, por supuesto, una casa.
Vivía con la constante ansiedad de que no estaba avanzando lo suficientemente rápido. Cada día que pasaba sin cumplir uno de esos hitos se sentía como un fracaso personal. Y lo peor de todo, sentía que estaba solo en esto.
La estúpida trampa de las deudas y el “éxito” ajeno
El mayor error de mi veinteañero yo fue internalizar esos estándares como una verdad absoluta. La sociedad, el marketing y las redes sociales nos empujan a creer que la felicidad se mide en posesiones y logros tempranos. Nos incitan a endeudarnos por un coche nuevo, una hipoteca o una boda de ensueño, prometiendo que eso nos dará seguridad. Pero la realidad es que, en la mayoría de los casos, esa deuda solo te encadena.
Me di cuenta de que muchos de esos amigos que parecían tener la vida resuelta a los 25 o 26 años estaban, en realidad, enterrados en préstamos que les ataban a un trabajo que no les gustaba o a un estilo de vida que no podían sostener. Su “éxito” era una ilusión, construida sobre cimientos de deuda y la desesperación por encajar.
El egoísmo necesario: trabajar para uno mismo, no para la sociedad
Fue en ese punto donde tuve mi revelación más importante: la vida no es una carrera de 100 metros, es un maratón. Y en un maratón, la única persona contra la que compites eres tú mismo. La mejor inversión que puedes hacer en tus veinte años no es una casa, sino en tu propio crecimiento.
Decidí dejar de enfocarme en lo que “debía” hacer y empezar a centrarme en lo que realmente quería. Esto significó un cambio radical de mentalidad. En lugar de buscar un trabajo “seguro” que odiaba, me dediqué a perfeccionar mis habilidades y a crear mi propio camino. En lugar de buscar una pareja por la presión social, me di el tiempo para conocerme y sanar, sabiendo que la persona correcta llegaría cuando fuera el momento.
A algunas personas les podría sonar egoísta. Y en cierta forma, lo es, pero en el buen sentido de la palabra. Ser egoísta en tus veinte años significa:
- Invertir en tu educación y en tu desarrollo profesional: Pasa tiempo aprendiendo nuevas habilidades, no importa la edad que tengas.
- Priorizar tu salud mental y física: No te quemes por un trabajo o por estándares imposibles. Duerme, come bien, haz ejercicio y busca ayuda si la necesitas.
- Cultivar tus relaciones: Invierte en amigos y familiares que te apoyen, no en los que te presionan.
- Aprender a estar solo y disfrutar de tu propia compañía: La soledad es el camino para conocerte a ti mismo.
No te apresures a “tenerlo todo”
Hoy, a mis 27 años, me siento más pleno que nunca. No tengo una casa, no estoy casado y aún no tengo hijos. Pero tengo algo mucho más valioso: libertad. Libertad para viajar, para tomar riesgos, para cambiar de opinión y para seguir construyendo la vida que quiero, sin la carga de deudas que me asfixie.
Si estás en tus veinte años y sientes la misma presión que yo sentí, quiero decirte algo: está bien. No tienes que tenerlo todo resuelto ahora. No tienes que encajar en el molde que la sociedad ha creado para ti. Tienes tiempo. Mucho tiempo.
La vida no se trata de quién llega primero a la meta, sino de construir un camino que te haga sentir vivo. Es un maratón, no un sprint. Y el único propósito es disfrutar del viaje.